En mi último texto, puse el dedo en la llaga de la deficiente formación universitaria de los cientos de miles de licenciados o graduados que se presentaron a las oposiciones, para ser profesores titulares en la enseñanza no universitaria, y que fueron eliminados ya en la primera prueba. Hoy quiero remachar el mismo clavo, analizando un aspecto concreto y transversal de la formación de los universitarios españoles: sus competencias lingüísticas, al terminar los estudios universitarios, en lenguas extranjeras.
En la formación universitaria española (excepto en las filologías, aunque aquí hay también mucha tela que cortar), las lenguas extranjeras no formaron parte tradicionalmente de los planes de estudios y, por lo tanto, no se exigían competencias lingüísticas para poder licenciarse o graduarse. Ahora bien, con la entrada de España en la UE (1986) y, en particular, con la Declaración de Bolonia (1999) y la creación del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), se empieza a hablar de la necesidad de armar lingüísticamente a los futuros diplomados y “masterizados” españoles.
Fue la Generalidad de Cataluña la primera que verbalizó la necesidad de imponer el requisito, lógico y razonable, de acreditar el nivel B2 de inglés (o de francés o italiano o alemán) para poder graduarse. Para ello, en 2001, Andreu Mas-Colell, Consejero de Universidades, pidió a los rectores que modificasen los planes de estudios para introducir este requisito. Pero su petición fue echada en saco roto y no se hizo nada.
En marzo de 2002, el Consejo de Europa, en la Declaración de Barcelona, fijaba el objetivo de “mejorar el dominio de las competencias [lingüísticas] básicas, en particular mediante la enseñanza de al menos dos lenguas extranjeras desde una edad muy temprana”. Ahora bien, diez años después (en 2012), el porcentaje de europeos que podían comunicar en una lengua extranjera había disminuido del 56% al 54% y, por otro lado, el porcentaje de alumnos competentes en una lengua extrajera era muy variable, según el país considerado: por ejemplo, 82% en Malta y Suecia, y el 14% en Francia, para el inglés; 9% en Inglaterra, para el francés. Y, por lo que respecta a España, los alumnos seguían en el furgón de cola.
En 2008, con el Tripartito catalán (2003-2010), se anunció que el conocimiento del inglés sería un requisito obligatorio para que los alumnos que iniciasen sus estudios en 2012 pudieran graduarse. Pero tampoco se hizo nada para implantarlo. Por eso, en 2013, Andreu Mas-Colell, Consejero de Economía y Conocimiento del Gobierno de la Generalidad, anunció la medida de exigir a los futuros graduados universitarios, que iniciasen sus estudios en 2013-2014, el nivel B2 de inglés o de otra lengua extranjera (francés o italiano o alemán) para poder graduarse. Con este requisito se apostaba por el inglés, con el fin de poner remedio al deficiente nivel lingüístico de los universitarios catalanes, con el fin de propiciar la incorporación de España al EEES y facilitar así la inserción y la movilidad laborales de los graduados catalanes.
En 2014, en el Art. 211 de la “Ley 2/2014, de 27 de enero, de medidas fiscales, administrativas, financieras y del sector público”, se reguló finalmente el requisito del B2 para los alumnos que iniciaran sus estudios de grado a partir del curso 2018-2019. A pesar de esta previsión legal, en mayo de 2018, el Parlamento de Cataluña, a petición del Consejo Interuniversitario de Cataluña (CIC), votó por unanimidad una moratoria de 4 años para empezar a exigir el requisito del B2 de inglés y poder graduarse. ¿Motivos? Por un lado, se puso el acento en la falta de cobertura legal para la medida, ya que las lenguas extranjeras no formaban parte, en general, de los planes de estudios. Además, este requisito fue precipitado y no se previeron los recursos necesarios para implantarlo. Por otro lado, al final del grado, muchos universitarios no tenían un nivel suficiente en lengua extranjera para poder acreditar el B2. Y, en consecuencia, la aplicación de este requisito los privaría del título universitario durante el tiempo necesario para adquirirlo.
A nivel nacional, en 2016, Mariano Rajoy lanzó también la idea de tener que acreditar el B2 de inglés para obtener el título de grado. Para ello, se iba a lanzar un programa nacional de formación del profesorado de inglés y de enseñanza de disciplinas no lingüísticas en inglés. Ahora bien, para exigir el requisito del B2, fijó un plazo de 10 años (para el 2026). ¡Largo me lo fiáis!, hubiera respondido Don Juan Tenorio. Desde entonces, nunca más volvió a hablar de ello.
Así se gestó, en Cataluña, el requisito del B2 de inglés para poder graduarse. Sin embrago, esta gestación no ha desembocado todavía en un parto exitoso y viable. Ahora bien, esta accidentada gestación del requisito del nivel B2 merece, a modo de coda, algunas glosas.
Este requisito denota, sin duda alguna, la ineficiencia de la enseñanza-aprendizaje de las lenguas extranjeras en primara, secundaria y bachillerato. Y yo me atrevería a afirmar que la ineficiencia concierne también la(s) lengua(s) materna(s) (español y/o catalán). Sin embargo, como apuntó Xavier Grau, ex Rector de la URyV, durante los cuatro años de moratoria será muy difícil conseguir lo que no se ha alcanzado durante toda la enseñanza preuniversitaria. Sobre todo, teniendo en cuenta el bajo nivel con el que llegan a la universidad los bachilleres y el hecho de que los universitarios hayan sido abandonados a su suerte para solucionar estas deficiencias lingüísticas con sus propios medios (EOI, academias, estancias en el extranjero, etc.). Por eso, como ha precisado muy certeramente Ferran Sancho, ex Rector de la UAB, sería necesaria una “solución global” (actuar y crear sinergias en todos los niveles del sistema educativo español). Sólo así los graduados universitarios podrían adquirir las competencias lingüísticas para desenvolverse en un mundo global, interconectado, multilingüe y muy competitivo.
Por otro lado, la moratoria es el reconocimiento de un fracaso total de la iniciativa del requisito del B2 del Gobierno de la Generalidad y demuestra que, para los sucesivos Gobiernos catalanes así como para las universidades, la formación de los universitarios no ha sido una de sus prioridades. Y tampoco lo será en el futuro ya que dilata en el tiempo la exigencia del B2 de inglés, aspecto fundamental de la formación universitaria. Además, no se han previsto los recursos necesarios para conseguirlo y se ha abandonado a los universitarios a su suerte para que —en el plazo de 4 años y según su buen hacer, poder económico y querer— hagan lo necesario para dotarse del nivel B2.
Finalmente, la formación lingüística no es una cuestión baladí. Más bien, todo lo contrario. Desde que España forma parte de la UE, los ciudadanos españoles disfrutamos de nuevos derechos. Entre ellos, el derecho de circulación y de establecimiento en cualquier país de la Unión Europea. Ahora bien, para poder ejercerlo y para que deje de ser un derecho virtual o un brindis al sol, es fundamental tener ciertas competencias lingüísticas (al menos, el nivel B2), en la lengua del país donde uno quiere echar raíces. Y para conseguirlas, es preciso que las autoridades europeas, nacionales y autonómicas proporcionen los recursos necesarios, tanto en cantidad como en calidad. Algo que no han hecho hasta ahora y que no está previsto que hagan en el futuro.
Además, tras la II Guerra Mundial, los países fundadores de la actual Unión Europea optaron por la cooperación y el diálogo, abandonando la confrontación y el enfrentamiento. Esta elección tiene implicaciones lingüísticas claras en una Europa multilingüe y multicultural. Sin embrago, aunque las instituciones europeas sean conscientes de que todo progreso en la consolidación europea está condicionada por el aprendizaje-adquisición de las lenguas de los socios comunitarios, las autoridades europeas no han querido o no han sabido llevar a cabo una política lingüística decidida y eficaz.
Por eso, en los sucesivos Eurobaromètres se levanta acta de que la formación lingüística de los jóvenes y ciudadanos europeos deja mucho que desear y constituye un verdadero talón de Aquiles para la viabilidad de la Unión Europea. Y, así, no es descabellado afirmar que el Brexit, el crecimiento de los euro-escépticos y el renacimiento de los nacionalismos han encontrado un terreno propicio en el desierto de las competencias lingüísticas, instrumentos absolutamente necesarios para confraternizar, comunicarse, conocerse, establecer lazos entre los europeos y construir Europa. Ahora bien, esto será objeto de una próxima cogitación.