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No debes entrar

Por Irene Adler Spinelli
miércoles 12 de diciembre de 2018, 12:48h

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–Sigue andando muchacho, no te quedes mirando –dijo su madre, al mismo tiempo que tiraba fuerte de su brazo.

Manuel intentó zafarse, pero la mano de su madre aferraba su brazo con firmeza. Cualquier día me arranca el brazo, pensó.

Manuel era un chiquillo curioso, demasiado para el gusto de su madre, y a sus 9 años alegraba a quien se cruzara con él regalando una enorme sonrisa.

Sabía que no podía acercarse a esa casa, que después de la tragedia que allí tuvo lugar, cuando él aún era un bebé, la familia no volvió a ser la misma. Aquella triste noche fue tal el horror que se vivió que nadie pudo olvidarlo.

Todo ocurrió una fría noche de invierno. Sin saber cómo la casa de la familia Castañar comenzó a arder con una gran ferocidad. Como si el mismísimo diablo azotase esas llamas. La familia a duras penas consiguió salir, o eso pensaron todos. Cuando parecía que el peligro había pasado un fuerte alarido de dolor salió del interior de la casa, helando la sangre en las venas de todos los vecinos que habían acudido al auxilio de la familia. Javier, el hijo mediano de la familia se había quedado atrapado.

Después de ese momento la familia cambió, no como cabía esperar; rehuían de los vecinos, no dejaban que nadie se acercara a la casa, por las noches salían olores fuertes de la chimenea, y César, el hijo pequeño, dejó de salir y con el tiempo se dejó de ver a toda la familia.

Manuel sabía todo esto, pero como buen crío pensaba que todo era una exageración de los mayores que solo quieren asustar a los pequeños como él, bueno, a los pequeños, ¡él ya tenía 9 años! Se dijo orgulloso.

Llegó la noche y el pequeño Manuel jugaba en el patio con una pelota. Una mala patada hizo que saliera volando del patio y fue a parar a la puerta de la casa… De los Castañeda. Si su madre lo hubiera visto automáticamente se habría quedado sin balón así que decidió salir de puntillas en su rescate.

Todo fue según lo previsto, en la casa estaban liados con la cena, ni lo notaron.

¡Bien! Pensó el niño. En ese momento notó un susurro tras el, se giró pero no vio nada. No pudo evitar estremecerse. Decidió coger la pelota y volver. Al agacharse la puerta de la casa se abrió. Intentó correr pero sus pequeñas piernas estaban clavadas en el suelo.

–¿Y tú eres el mayor y valiente? –se dijo a sí mismo–. Vamos, entra, verás como no pasa nada.

Como pudo, caminó hacia la puerta y entró. Todo era oscuridad. Parecía que hacía siglos que nadie pisaba por allí, pero las brasas aún humeaban en la chimenea. Una idea cruzó por su cabeza, ¡vete ya! Y echó a correr pero algo le agarró la pierna y calló de bruces. Al mirar su pierna vio una mano que salía de una rejilla en la pared. Gritó todo lo alto que pudo pero una voz le respondió.

–¡No, no, calla! ¡La vas a despertar! ¡Socorro, ayúdame! Soy César.

–¿Cómo? ¿Qué está pasando?

–Cuando ocurrió todo y mi hermano murió, madre cambió. Andaba por las noches por la casa murmurando, se encerraba en la habitación por horas y empezaron a pasar cosas horribles.

–¿Qué cosas? – dijo Manuel mientras se acercaba a la puerta, si es que se podía llamar así, pero deseó no haberlo hecho nunca.

Lo que vio… Lo que había… Era una pequeña habitación, llena de animales muertos a mordiscos, un cuerpo de una persona, tenía el cuerpo desgarrado y los brazos ya no tenían carne y… Y… César, una criatura con la piel blanquecina de tanto tiempo sin ver el sol, los ojos hundidos, le faltaba pelo, como si se lo hubiera arrancado de la desesperación y… Su boca, manchada de sangre, llena de restos de carne y con heridas llenas de gusanos.

Manuel se maldijo, ojalá hubiera sido obediente, así al menos no moriría esa noche.

–Lo siento muchacho, ojalá nunca hubieras entrado –una sonrisa malévola se dibujó en el rostro de César, dejando a la vista unos colmillos afilados–. Verás, mi madre se volvió loca, una noche no pude más con sus lloros y la estrangulé con mis manos. No puedo describir la sensación de placer que me invadió, pero ese acto me trajo dos problemas más, padre y mi hermano mayor, Marcos. Resolví que debían tener el mismo final. A padre lo esperé en la mesa, sentado. Deberías haber visto su cara al sentarse a cenar y ver el cuello de madre roto. Supe que ese era el momento, agarré un cuchillo y le rajé el gaznate. Tardó un rato en ahogarse –abrió la puerta y salió acercándose a Manuel, que estaba helado de miedo contra la pared–. Ya solo quedaba un problema, Marcos. Dejó de ser el hijo perfecto cuando le arranqué la lengua y dejé que la infección lo matara. Y, ¿cómo he sobrevivido? Te preguntarás... Bien, pues… –en ese momento se abalanzó contra Manuel.

El pequeño intentó escapar pero César ya estaba mordiendo su brazo. Un dolor horroroso se apoderó de él , intentó gritar pero en ese momento su garganta fue arrancada y solo pudo sentir cómo se ahogaba en su sangre mientras César se comía su brazo.

Al final sí le arrancaron el brazo, pero no fue su madre.

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